jueves, 5 de mayo de 2011

LA HERIDA EVOLUTIVA

"La desgracia del hombre es no querer permanecer tranquilo en su habitación, que es su lugar"
                                                                                                      Blaise Pascal

Confieso que desde que me visitó Hermes he estado dándole vueltas a lo que me dijo. Sobre todo al asunto de la serpiente. Él dijo que la serpiente del Génesis representaba la competitividad natural del hombre, ese impulso insaciable e inconformista que nos hace rivalizar y desear cada vez más.
Creo que Hermes se refería a lo que el filósofo Arthur Schopenhauer denominó como voluntad”.
Con el término “voluntad”, Schopenhauer no hacía referencia a algo racional, sino a un ser o una esencia de carácter metafísico, que se manifiesta en todos los estratos del mundo natural, desde la simple piedra hasta el hombre. Se trataría de una esencia que solo quiere vivir, o sobrevivir. Según sus propias palabras: "un ciego afán, un impulso o pulsión carente por completo de fundamento y motivos".
En las plantas esa “voluntad” actúa como una tensión vegetativa; en el mundo animal, vive a modo de instinto; y en el hombre alcanza su grado máximo al adquirir la forma del deseo consciente (en cuyo caso pasa a coincidir con la noción corriente de voluntad).
Frente a esa “voluntad”, la inteligencia se presenta como algo secundario, “al servicio” de la “voluntad”. Es la “voluntad” la que lleva las riendas del hombre, y se manifiesta en él en forma de un continuo deseo siempre insatisfecho.
Según Schopenhauer, esa insatisfacción permanente del hombre es la que le hace sufrir hasta el último día de su vida.

Creo que podemos afirmar que la serpiente del Génesis representa esa “voluntad” a la que se refiere Schopenhauer. Pues la serpiente engatusa y convence a la mente de Adán para que no se conforme con lo que es, para que desee ser como Dios.
La competitividad innata del ser humano, el impulso insaciable del hombre, el continuo deseo siempre insatisfecho…
En el fondo, estamos hablando de la misma cosa.

Antes de Schopenhauer, el filósofo francés Blaise Pascal escribió entre sus notas y observaciones que el hombre es incapaz de permanecer tranquilo en su habitación, y que esa es su desgracia.
Si nos fijamos, es cierto que nos ocurre esto. En realidad nos cuesta bastante hallar el sosiego y la tranquilidad, y aún más mantenernos en ese estado. Conozco muchas personas que son incapaces de tener un solo momento de quietud durante el día, y a las que sólo el agotamiento físico y mental consigue hacerlas dormir por la noche.
¿Por qué nos ocurre esto? ¿Por qué somos víctimas de esa “voluntad”? ¿Por qué no podemos permanecer tranquilos en nuestra habitación?
<< Porque resulta aburrido >>, puede pensar alguien.
Sí pero, ¿qué es el aburrimiento sino ese mecanismo de reacción contra la quietud? O en otras palabras, ¿por qué nos aburrimos? ¿Por qué no podemos disfrutar de vez en cuando de la serenidad y de la paz interior que tienen por ejemplo los gatos?
<<Yo es que soy así, no puedo estar sin hacer nada>>, me respondería más de uno.
De acuerdo, pero date cuenta de que no se trata de una decisión consciente. Es esa “voluntad” de la que habla Schopenhauer. No puedes estar sin hacer nada porque no puedes evitarlo, es instintivo. Te asalta el aburrimiento.
¿De dónde procede el aburrimiento?
La palabra aburrimiento procede del latín abhorrere, que quiere decir “tener horror”. Es decir, que cuando afirmamos estar aburridos, en el fondo estamos diciendo que sentimos horror. Puede parecer extraño, pero cuando comprendas de dónde proviene el aburrimiento entenderás por qué está relacionado con el horror y con el miedo.

Reformularé la pregunta:
¿Por qué sentimos horror en los momentos de quietud?

El gran Borja Vilaseca, en un artículo muy interesante describe así lo que ocurre en esos momentos:
Sentados en el sillón, solos, en silencio y sin hacer nada, nos invade una incómoda sensación. Es como un runrún que empieza a vibrar con fuerza en nuestro interior, una experiencia conocida como “vacío existencial”. Lo paradójico es que al empezar a conectar con nosotros mismos, con lo que sentimos en nuestro interior, solemos encender la televisión de forma mecánica con la intención de evadirnos de esa molesta y desagradable sensación.
Según Borja, lo que estamos haciendo al evitar esos momentos es huir de nosotros mismos. Y añade que algunos sociólogos constatan que hemos entrado en una nueva era, con un nuevo tipo de ser humano: el homo evasivus. Es decir, “el hombre que se evade de sí mismo”
El artículo es muy interesante, sin embargo discrepo ligera y humildemente en un aspecto.
Al igual que él, pienso que en los momentos de quietud podemos conectar con nuestro ser más profundo y conocernos mejor, efectivamente. Sin embargo pienso que ese sentimiento de “horror” no es necesariamente una reacción de rechazo a conocer nuestro yo más profundo (que también podría ser), sino que, más bien, se trata de un instinto ancestral, de una reacción innata contra la quietud.
Desde este punto de vista, homo evasivus lo llevaríamos siendo durante muchísimo más tiempo, y en realidad no sería “el hombre que se evade de sí mismo”, sino más bien, “el hombre que se evade del sosiego”
Aprovechando el origen de la palabra aburrimiento, creo que al instinto del que estoy hablando podríamos llamarlo perfectamente el instinto del horror, o el instinto del miedo. Porque proviene del miedo ancestral a ser atacado en los momentos de quietud.

Trataré de argumentarlo.

Permíteme en primer lugar darte a conocer o refrescarte el siguiente axioma de la biología evolutiva:

Lo aprendido se vuelve instinto.

Esto está íntimamente relacionado con nuestra forma de aprendizaje. Durante el aprendizaje toda la actividad mental se produce en nuestro cerebro consciente, y poco a poco va a pasando a nuestro “sabio” subconsciente.
Por ejemplo, empleamos nuestro cerebro consciente para aprender a conducir, y al cabo de un tiempo acabamos conduciendo de forma intuitiva, sin ser plenamente conscientes de cuando cambiamos de marchas. Esto nos permite ir pensando en otra cosa mientras conducimos. Es un mecanismo de aprendizaje estupendo, porque volvemos a liberar nuestra mente, nuestro pequeño espacio de disco duro para realizar otros análisis o elucubraciones.
De alguna manera, con el paso de las generaciones este aprendizaje se realiza de manera más rápida. Porque el cerebro ya está preparado para que se produzca este aprendizaje.
Por ejemplo, actualmente los humanos tenemos una capacidad innata para el lenguaje.
Durante mucho tiempo fuimos desarrollando el lenguaje. Para sorpresa de cada generación, la siguiente iba aprendiendo más rápido a hablar y a hacerlo mejor. Hoy en día, en parte se ha vuelto un instinto. Podríamos decir que existe una parte de nuestro cerebro que está esperando que aprendamos a hablar.
Digamos que se va produciendo una especie de asentamiento desde las capas más superficiales del cerebro a las más profundas, y es así como se van fijando nuestros instintos.
Lo que en su día aprendimos imitando los unos a los otros, acaba volviéndose un instinto.
Estoy convencido de que la epigenética tiene mucho que decir sobre la forma exacta en que se produce este proceso de asentamiento.
Vaya…
Veo que mi Word todavía no reconoce la palabra epigenética, así que probablemente tú tampoco. Mejor que te cuento algo de ella.
Verás, durante mucho tiempo se creyó en el determinismo genético. Era una corriente que sostenía que los cambios en los genes se producían al azar, y que estos determinaban completamente nuestro físico y nuestra conducta. De alguna manera, estábamos “predestinados”.
Sin embargo el campo de la epigenética (lo que envuelve los genes) ha aparecido para echar por tierra esta teoría tan conservadora. Se ha aceptado ya que el factor ambiental influye en la expresión del genoma, y se habla abiertamente del concepto de plasticidad genómica.
Es decir, que el factor ambiental es el que determina la forma de leer e interpretar nuestros genes. Podríamos decir que, con las mismas piezas descritas en nuestro “manual de instrucciones” se pueden formar diferentes estructuras válidas. Es como si estuviésemos hablando de un mecano.
Espero que hayas podido hacerte una idea.
Bueno, pues que sepas que ésta forma de leer el genoma ¡es heredable! Sí, se transmite a la descendencia (herencia epigenética)
Eso sí, el manual de instrucciones no se altera, de manera que esta forma de leer los genes es reversible (por ejemplo si vuelve a cambiar el factor ambiental) Esto es lo que sabemos a día de hoy.
En resumen, podríamos decir que el hombre nace, pero también se hace. O más concretamente:
Una mitad nacemos, y la otra mitad nos hacemos.

¡Qué buena noticia! ¿No?

Bien, aquí quería llegar yo.
Verás, no he leído el apocalipsis; pero creo que, de alguna manera, la especie humana ya sufrió algo parecido. Fue en África. Comenzó hace unos seis o siete millones de años y duró hasta hace apenas unos 50.000. Fue nuestro “apocalipsis evolutivo.
Sí, puede que me haya pasado con el nombrecito, pero luego me lo dices.
Según la teoría del equilibrio puntuado, las especies son esencialmente estables salvo en las crisis. En esos momentos, la presión evolutiva hace que la especie cambie. Podríamos decir que la presión evolutiva es como el dedo que presiona la arcilla fresca y la modela. Si no hay presión, no hay cambio. Los reptiles, por ejemplo, apenas han cambiado desde hace millones de años porque no se han visto sometidos a ella. Han encontrado su lugar y ahí se han quedado. Si algún día aparece una nueva presión, la especie volverá a modificarse hasta encontrar su nuevo lugar.
Básicamente es la presión evolutiva la que acaba generando nuevas especies mediante el siguiente proceso:
En un momento puntual, un grupo de individuos queda aislado del resto de la población en unas condiciones algo distintas. Estas condiciones actúan como presión evolutiva sobre los individuos, modificando sus características. Pasado un tiempo, puede suceder que los individuos aislados sean tan diferentes de sus parientes del otro lado que, aunque se volviesen a juntar, ya no podrían tener descendencia juntos. Si esto ocurre, en ese momento se dice que ha surgido una nueva especie.
Este proceso de generación de una nueva especie a partir de otra se conoce con el nombre de escisión evolutiva. Un ejemplo clásico es el que descubrió Darwin en las islas galápagos, donde los pinzones habían adaptado sus picos a los diferentes frutos de cada isla.
Sin duda este mecanismo debió influir mucho en nuestra especie a lo largo de millones de años. Sin embargo, para entender los últimos 6 millones de años en el continente africano, creo que es mejor dejar a un lado este proceso de escisión evolutiva. Básicamente porque no se cumple la premisa de que es la especie la que llega a un entorno distinto, sino que es el entorno distinto el que llega a la especie.
La crisis climática que se produjo en África hizo que el entorno de la especie cambiase sin que esta se hubiese desplazado de lugar. Esto no solo ya no es el proceso habitual, sino más bien el contrario: es la especie la que empieza a deambular de un sitio a otro buscando su entorno habitual.
No soy ningún experto en la materia, pero creo que en este caso creo sería más acertado hablar de una presión evolutiva creciente. Una presión que nuestros antepasados, sin duda, trataron de esquivar desplazándose de un lado a otro del continente, afanándose en buscar el ambiente y el clima al que estaban acostumbrados.
El resultado de este proceso es que, en sólo 6 millones de años, nuestros antepasados evolucionaron desde el chimpancé hasta el humano que somos hoy.
A pesar de que los cambios fueron produciéndose a saltos, fueron muchos y en un periodo muy corto a escala evolutiva. Fue un cambio adaptativo muy rápido.
Hagamos una comparación para verlo más claro.
Fíjate, hace 60 millones de años éramos algo parecido a un simpático lémur. Y durante los 54 millones de años siguientes evolucionamos de lémur a chimpancé. Y en los últimos 6 millones de años hemos pasado de chimpancé a humano.
¿No te parece un acelerón enorme?
Hablando a nivel evolutivo, creo que podría decirse que fue un proceso vertiginoso. Más aún si tenemos en cuenta que en ese corto periodo sufrimos cambios tan drásticos como pasar de cuadrúpedos a bípedos, desarrollar un lenguaje, perder prácticamente todo nuestro pelo debido al sofocante calor y cambiar completamente nuestra dieta (de comer vegetales a comer sobre todo carne)
Todo esto sucedía mientras África pasaba de ser un bosque paradisíaco a un desierto infernal, en medio de una incesante búsqueda de recursos y una competencia feroz. Por eso lo he llamado apocalipsis evolutivo.
Imagina que nos sentamos hace 2 millones de años a contemplar el canal de Suez, el único lugar por donde se puede salir a pie de África. Si le diésemos a cámara rápida veríamos pasar al menos cuatro o cinco oleadas de homínidos que atraviesan el canal saliendo por fin airosos del continente. Homínidos cada vez más altos y más erguidos, cada vez con menos pelo y cada vez con una cabeza y un cerebro mayor.
Los últimos en salir fuimos nosotros, hace sólo unos 50.000 años. Únicamente 10.000 individuos, 10.000 sin pelo como nosotros que lograron salir de aquella olla a presión por el único lugar posible.
Según los estudios del clima de África de aquella época, se dice que hubo un periodo de sequias extremas, hace entre 135.000 y 75.000 años. Es probable que en aquel periodo se produjera el apogeo de la presión evolutiva: el momento en que probablemente la población de nuestros antepasados fue la mínima.
Porque después de aquel periodo de sequía extrema hubo una especie de tregua y el clima se hizo algo más húmedo. Ese momento fue, casi con toda seguridad, el que nuestros antepasados aprovecharon para emigrar del sur de África hasta el norte, arriesgándose a atravesar miles de kilómetros de desierto.
Probablemente hayan descendido siguiendo el cauce del Nilo hasta llegar al canal de Suez, pero creo que tampoco puede considerarse un paraíso. Piensa por ejemplo en los cocodrilos. A la hora de beber….
Si te pones en la piel de aquella pobre gente es normal que te entre cierta angustia. Creo que debió ser un éxodo terrible. Y mejor no pensar en cómo se las apañarían durante el periodo de sequía extrema.
 Probablemente no debimos estar muy lejos de extinguirnos. Por eso, repito, me he referido a este periodo como el apocalipsis evolutivo.
Afortunadamente nuestro “gran cerebro” nos salvó, pues para entonces ya se había vuelto un experto buscador de amenazas.
Una vez superado aquel periodo nos resultó muy fácil hacernos los dueños del mundo.
Éramos diez mil y hoy somos siete mil millones.

Sin embargo:
A día de hoy nuestro cerebro sigue moldeado y dimensionado por aquel periodo tan crítico. Y aún arrastramos una profunda herida, una herida evolutiva.
Porque durante aquel periodo, un instinto de supervivencia se quedó grabado a fuego en nuestros antepasados, y a día de hoy nos sigue asaltando con la misma frecuencia en los momentos de calma:

Comprueba que no hay ninguna amenaza cerca.

No me refiero al típico instinto animal de reaccionar instintivamente ante una amenaza. Me refiero a un instinto adicional que parece decir:

No te relajes, comprueba que no haya ninguna amenaza cerca

Supongo que algún animal más tendrá este instinto, pero sin duda es característico de los humanos.
Con toda certeza, este fue un instinto vital para la supervivencia de nuestros antepasados. Sobre todo cuando éramos parecidos a los chimpancés, cuando la jungla empezó a desaparecer y nos vimos obligados a bajar de los árboles y a aventurarnos por la sabana. En aquella época, cada cierto tiempo teníamos que detenernos, erguirnos sobre las patas traseras y otear a un lado y al otro por encima de los rastrojos para comprobar que no había depredadores a la vista. Luego nos agachábamos y seguíamos caminando a cuatro patas. Este gesto había que repetirlo una y otra vez. Aunque estuviésemos descansando, bebiendo agua o comiendo algo, había que vigilar que no viniera ningún depredador, y había que repetir el gesto continuamente. No era necesario escuchar algún ruido extraño para ponernos sobre alerta. Había que buscar la amenaza incluso en los momentos de calma.
Generación tras generación solo sobrevivían los que tenían más desarrollado este instinto del miedo, y al final esta comprobación constante acabó volviéndose una especie de tic.
Nos poníamos tantas veces de pie que, en algún momento, uno de los individuos más jóvenes logró caminar unos metros sobre sus patas traseras ante el asombro del grupo. Automáticamente aquello se volvió un comportamiento a imitar por las nuevas generaciones.

Para cuando ya éramos bípedos, el instinto del miedo se nos había quedado grabado a fuego. El tic ya estaba ahí. Funcionaba como un resorte en los momentos de sosiego. Cuando la actividad mental del cerebro consciente descendía demasiado, saltaba la alarma, como un seguro de vida: Había que comprobar que no había ninguna amenaza cerca.

Con la evolución, solo van cambiando las amenazas y apareciendo algunas nuevas:
Comprueba que no hay depredadores cerca
Comprueba que sigue habiendo agua
Comprueba que no te han robado la comida
Comprueba que el fuego no va a apagarse
Comprueba que sigue habiendo suficiente madera
Así fue como nos volvimos un experto buscador de amenazas.

Dentro del grupo, los que tenían ese instinto más desarrollado para buscar posibles amenazas eran los más valiosos, porque podían asegurar la supervivencia de los demás. Supongo que ese instinto de vigilancia y sobreactividad permanentes acabó desembocando en la primera norma de convivencia dentro del grupo:
Está prohibido hacer nada.

A partir de entonces, el instinto se transforma en una norma social. Había que hacer méritos de forma permanente para no ser cuestionado y rechazado por los demás. Para no ser expulsado del grupo o incluso atacado en caso de que hubiese mucha hambre.

A día de hoy, ese instinto de buscar peligros en los momentos de relajación, sigue estando ahí. Ese tic continúa con nosotros. Aunque a veces se manifiesta como un sentimiento de culpa ante la inactividad. Por eso en los momentos de sosiego y de quietud, de repente nos salta ese resorte que a veces llamamos aburrimiento y pensamos:
Estoy perdiendo el tiempo
Tengo que hacer algo

Y automáticamente empezamos a realizar cualquier otra tarea que nos parece más provechosa. O nos entretenemos elucubrando, anticipándonos a los problemas creemos que nos pueden llegar a ocurrir, pre-ocupándonos antes de tiempo.
El caso es mantener la mente activa. Solo eso nos aleja de ese resorte del miedo. Mientras tengamos la mente activa, no hay ningún problema. Por eso vemos tanto la tele.
Ese tic es el precio que pagamos por seguir vivos y no habernos extinguido.

Por eso, a mi juicio, el hombre no puede permanecer tranquilo en su habitación, como decía Pascal. Porque aún continúa vigente con toda su fuerza, como si estuviésemos todavía en aquel periodo apocalíptico. Tenemos que buscar posibles amenazas permanentemente. O al menos, mantener la mente activa.
Es la “voluntad” insaciable de la que habla Schopenhauer.

Algunos verán en esta implacable actividad del hombre la esencia de la humanidad, el origen del ingenio, del arte y de la creatividad…
Sí. Pero también ese instinto del miedo causa angustia y sufrimiento en el hombre.
Sin duda somos el más miedoso e inseguro de todos los animales.
Se trata de nuestra herida evolutiva.
De forma paradójica, el instinto que nos salvó, nos ha hecho prisioneros.
Y ahora, sin embargo, se ha vuelto un peligro.
Porque desde hace mucho tiempo ya no hay depredadores que nos ataquen. Y en lugar de concedernos un momento de respiro, seguimos buscando depredadores donde no los hay, buscando amenazas donde no las hay. Y a costa de ver a los demás como una amenaza, nos volvemos una amenaza para los demás.
Porque mientras el hombre siga siendo un lobo para el hombre, corremos el riesgo de transformarnos en nuestra propia presión evolutiva. Entonces seremos en el propio dedo que nos modela, y entraremos en una espiral sin salida.
Entonces el pánico llegará a ser nuestra forma de vida.

Sin embargo, estamos a tiempo de cambiar, recuerda:
Mitad nacemos, mitad nos hacemos.

Por eso ahora es vital aprender a controlar ese instinto del miedo. Nos toca aprender a serenar nuestra mente inquieta. Hay mucho camino por delante.

 
Es hora de que llegue el cambio.
Porque, te tengo que dar una noticia maravillosa:

El peligro ya ha pasado